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miércoles, 21 de septiembre de 2011

KAOS QUÁNTICO, Libro II: Conspiración, Teresa la Sexicóloga

Cuando el Caos evoluciona de forma natural, la Vida progresa hacia su destino; pero cuando se intenta controlar el Caos, lo acercamos a la Vida y acaba degradando cualquiera de sus programadas metas.

Miguel Beltrán (Nieto de Roberto Beltrán Senior)




Teresa la Sexicóloga

Es una mañana neblinosa en las altas cumbres de la sierra madrileña.
El sol comienza a mostrar sus nacientes y poderosos rayos, rasgando majestuosamente algunos pequeños bancos de nubes, cargados de suciedad, meciéndose a pocos centímetros del suelo y  formados por diminutas gotas de agua en suspensión.
Esos mismos rayos acarician el grisáceo y viejo asfalto de una carretera comarcal poco transitada, convirtiendo el primitivo gris oleoso en un multicolor y acuoso arco iris de tonos terrosos.
Un deportivo rojo rueda sobre el pavimento. Su velocidad de crucero es moderada como si intentara ser lo más fiel posible a todas las normas de tráfico. Se despista por entre la carretera, siendo acariciado por una suave y gélida brisa.
La aparente soledad de un paisaje, cargado de lujuria y verdor natural, acompaña a sus ocupantes, que se dirigen hacia un destino incierto.
Teresa Rubio va dormitando, mientras su compañero y antiguo cliente, Roberto Beltrán, conduce su poderosa máquina rodante.
De repente, la rutina de la veloz soledad se ve interrumpida, como si fuera un sacrilegio, por la computadora de a bordo.
La masculina y sensual voz del ordenador atronó en el interior del pequeño habitáculo.
–Teresa, hemos recibido un vídeo mensaje urgente de la computadora de tu cliente, el Señor Beltrán.
La aburrida expresión de Roberto se transformó en otra interrogante, mientras solicitó la entrega de la información.
–Lo siento –contestó el vehículo–, sus notas vocales no se encuentran computerizadas en mis bancos de memoria.
La expresión que mostraba Roberto era inclasificable entre odio y sorpresa.
Teresa Rubio se fue despertando como consecuencia del jaleo que se traían entre el ordenador del automóvil y su conductor.




– ¿Qué sucede Roberto, porqué este alboroto, nos sigue la policía?
–Este jodido cacharro tuyo, que no quiere soltar prenda.
– ¿Qué? –Preguntó extrañada la propietaria del vehículo.
–Señorita Rubio me alegro que haya despertado, –contestó la máquina– estamos recibiendo un mensaje del domicilio de Roberto Beltrán. El individuo que me conduce –Si hubiese podido, Roberto habría destruido a esa cosa solo con su mirada–,  no tengo registradas sus notas vocales. Los códigos de seguridad que usted me implantó impiden que pueda obedecer otras órdenes que no sean las suyas.
–Es cierto, Calvito, te concedo paso con el código quinientos dieciséis. Conductor Roberto Beltrán. Puedes proceder –Teresa miró con dulzura a su amante–, Roberto dile cualquier cosa.
–Jodida máquina, si de mí dependiera te mandaría a una puta chatarrería.
“No hay una frase sin su palabrota, este hombre no tiene remedio” –Pensó Teresa.
– ¡Códigos vocales registrados! Comunicación en marcha.
–Berta ¿qué sucede? –Preguntó Roberto.
–Algo no va bien por aquí. Llegó tu hijo antes de lo esperado y acompañado de otras personas, cuyas imágenes  tengo registradas; al poco tiempo volvieron a salir pegando gritos. Petunia se encuentra inerte en el suelo y sobre un charco de sangre. Yo la llamo; pero no contesta a mis interpelaciones.
Teresa miraba la expresión llorosa y preocupada de su compañero.
–Roberto ¿Quieres que cambiemos de lugar?, anda, déjame conducir a mí.
–No Tere, no es necesario; tenía que haber previsto que algo así sucedería –Escúchame con atención, Berta, muéstrame las imágenes que tengas grabadas desde cinco minutos antes de que tomaras contacto con Miguel.
En la pantalla holográfica del vehículo, empezaron a tomar forma tridimensional unas imágenes que iban acompañadas de los correspondientes sonidos; mientras que el piloto semiautomático tomaba los mandos de seguridad del automóvil.



– ¿Dónde vas niño?
–A ver a mi abuelita ¿a ti que te importa? –Contestó Miguel con insolencia al caballero vestido de gris que lo había interrogado.
Este, junto con su compañero, igualmente uniformado, estaba apostado sobre un vehículo, negro como el azabache, justo enfrente del portal de acceso al edificio.
El jovencito, ataviado con una gorra de paño verde, se quedó mirando a los cubiertos ojos de sus altos y enjutos interrogadores.
– ¿Quiénes son ustedes? No les conozco, vengo a la casa de mi Padre, que no de mi abuela, y como habrán podido comprobar yo no soy Caperucita Roja.
–Eso es evidente Joven. Disculpa nuestro atrevimiento; pero somos amigos de Roberto Beltrán y el no se encuentra en casa –Dijo el que parecía llevar la voz cantante, mientras se quitaba las gafas con el fin de mostrar mayor confianza.
–Hombre, haber empezado por ahí. Ese es mi Padre. No creo que tarde en volver así que pueden subir conmigo y así se podrán evitar este frío que pela. A ver si la abuelita tiene pastas y una jarrita de miel –Miguel sonrió mostrando cara de pillastre.
Las cámaras del portero automático fueron siguiendo los movimientos de los tres sujetos. Los dos hombres seguían a Miguel Beltrán mientras, de vez en cuando, echaban una ojeada a sus espaldas.
Cruzaron un pequeño jardín interior, de un color amarronado ,propio de la estación que transcurría. Ese lugar daba una sensación, a los  posibles paseantes, de estar siendo acogidos por alguien de gran sensibilidad natural.
–Berta, soy Miguel, por favor ábreme la puerta.
– ¿Palabra clave Señoriíto?
Miguel hizo un gesto a sus acompañantes, poniéndose las manos en los oídos.
–Taparos los oídos. Lo que tengo que decir no lo podéis oír. Voy en serio.
Sus acompañantes asintieron y sonrieron mientras se miraban, e hicieron lo que Miguel les dijo.
–Joven Miguel –dijo Berta–, ¿Bloque?
–Bella, Siempre Bella –contestó Miguel, mientras sus acompañantes sonreían al no entender la ingenuidad de las palabras que habían escuchado–, Mi Amada Berta.




La puerta del domicilio se abrió y los sicarios de la Orden de la Rosa y el Clavel pasaron por encima de Miguel, mientras uno de ellos sujetaba, para que no escapase, al joven por la pechera de la chaqueta que vestía.
– ¿Qué hacéis?, me habéis engañado. Sois ladrones. Vosotros no sois amigos de mi Padre... ¡Berta, Berta! Llama a la Policía, son ladrones los que vienen conmigo.
Petunia, que hasta ese instante había estado ajena a lo que pasaba se dirigió corriendo, con paso firme, hacia el origen de los chillidos. Cuando vio a Miguel, acompañado de tan sospechosos individuos, se abalanzó contra aquel que mantenía sujeto al niño, enarbolando como única arma un bote de cocina.
La fuerza de aquellos intrusos era grande  y tanto Petunia como Miguel fueron arrollados, con furia, hacia el interior del salón.
En el forcejeo entre Petunia y uno de los sicarios, esta resbaló y se fue a dar  contra el canto de la mesa de centro del salón. Aquella que bajo su tapa de cristal mostraba, con majestuosidad, el mandil y la banda de Maestro del Arco Real de Jerusalén junto con la espada masónica oficial.
– ¡Dios mío! –Se escuchó.
– ¿Qué has hecho, jodido maricón? –Increpó uno de ellos a su compañero.
–Yo no he hecho nada, esta bastarda se ha caído ella solita.



El que había preguntado y que mantenía sujeto  a un Miguel, cada vez más rebelde, se agachó con la intención de tomarle el pulso, en el cuello, a la sirvienta de la casa.
–No respira, ahora si que estamos jodidos. Coge todo lo que veas raro por ahí y vamonos de aquí enseguida. Joder, y teníamos las gafas quitadas.
Allí quedó, sobre la alfombra,  el cuerpo yaciente de Petunia, bañado en un charco de un líquido carmesí que no dejaba de manar de algún lugar cerca de la base del cráneo.
El joven Miguel, entre sollozos y quejidos, no sabía como reaccionar ante la terrible tragedia que se estaba desarrollando ante sus infantiles ojos.
– ¡Petunia, Petunia! ¿Qué le habéis hecho? Habéis matado a Petunia. ¿Qué te pasa Petunia?
– ¿Qué está sucediendo? Se escuchó la fría voz del ordenador de la casa, requiriendo, con insistencia, información. La policía se encuentra de camino.
–Jodida máquina, cállate de una puta vez, venga ¡Vámonos de aquí!
Los sicarios de la Orden de la Rosa y el Clavel salieron del domicilio de Roberto Beltrán, dejando tras de sí, un ambiente dantesco y de destrucción; mientras llevaban consigo, por la fuerza, a Miguel Beltrán hasta introducirlo en el interior del negro vehículo.
– ¡Dios mío Teresa!, se han llevado a mi Hijo. No esperaba que llegase hasta dentro de unas pocas horas. Este jodido niño me ha vuelto a engañar una vez más.
–Tranquilo Roberto –le dijo Tere con cariño–, esos individuos te querían a ti. Con total seguridad que utilizarán a tu hijo como rehén para dar contigo. Seguro que no le harán ningún daño.
–Más les vale, ¡Berta!, –volvió a dirigirse Roberto a su ordenador–, ¿Cómo va todo en casa, da Petunia señales de vida?
–No señor –apareció la gemela forma de Teresa en el holomonitor–, acaba de llegar la policía y unos camilleros se han llevado el cuerpo de Petunia. Lo están registrando todo. 
–Hasta luego Berta, si te hacen preguntas contéstales a todo y no les ocultes nada. Así no sufrirás daño alguno; por otro lado, mantén una comunicación en espera, con Calvito el ordenador de Teresa.
La conexión quedó interrumpida por Roberto Beltrán.
Desde que apareciera la imagen holográfica de la Berta virtual, Teresa no había dejado de mirar a Roberto a los ojos, como pidiéndole, a su compañero, algún tipo de explicación que no acababa de llegar.
–Yo, yo –Tartamudeó Roberto.
–Tu ¿Qué? –Preguntó Teresa Rubio, la sexóloga psicólogo.
–Perdona –sonrió Roberto–, solo quería tener tu imagen cerca de mí, lo más cerca posible.



Ella volvió a mirarlo; pero en esta ocasión con ternura
“Es evidente que los hombres no poseéis en vuestro ADN la doble  X, como las mujeres. Vuestros cromosomas son X + Y, y la Y, en el fondo,  no deja de ser una X cercenada, con menor información. Naturalmente no dejáis de ser inferiores, en ese aspecto, y hay que perdonároslo casi todo” - Pensó Teresa.
–Vamos Roberto, debemos darnos prisa, hay que encontrar a tu hijo. No me importa, en absoluto, la imagen con la que te haces tus malditas masturbaciones cuando no estoy yo–rió–, de hecho me lo he tomado como un halago.
–Lo único que tenemos que hacer, Teresa, es dejar que ellos me encuentren.
*